Majestuoso al costado de una calle de tierra, El Paraíso, último hogar del escritor Manuel Mujica Láinez, se mostró más impresionante de lo que esperábamos. Habíamos llegado a Cruz Chica, pequeño paraje de La Cumbre, con la expectativa de conocer una casa-museo como tantas otras, con algún objeto interesante, alguna anécdota curiosa. Nos encontramos, en su lugar, con un tesoro cultural invalorable no sólo para Córdoba, sino para toda Argentina. La antigua casa de Manucho, o lo que es lo mismo, el actual Museo Mujica Láinez, nos sorprendió y dejó perplejos con su gigantesco caudal de historia.
La casa
La construcción, una clásica residencia de estilo colonial de principios del siglo XX, fue adquirida por el escritor en el año 1968, para instalarse de manera definitiva al año siguiente junto a su esposa, Ana de Alvear. Allí, en el dormitorio del segundo piso –decorado con cuadros de Suhurt, Soldi y Spilimbergo–, moriría Mujica Láinez, el 21 de abril de 1984.
Apenas tres años más tarde, en julio de 1987, la casa se abrió al público tal como estaba en la vida del escritor, para el deleite de centenares de amantes de la literatura o de la vida de este singular y polifacético personaje. Abría sus puertas un enorme cofre lleno de creatividad, de arte, de recuerdos, de vida.
Ya el mismo Manucho lo había expresado: “he acumulado, con algo de nostálgico, algo de coleccionista y mucho de urraca, los testimonios de una larga permanencia en el mundo... las huellas de mis desasosiegos de escritor, de periodista, de viajero... también de antecesores de mi mujer, personajes que atañen a la historia del país, de su política, de su literatura”.
El tesoro
Ese inmenso cúmulo de objetos puede observarse ya en el amplio jardín, cuando nos cruzamos con las curiosísimas lápidas de Cecil, su perro, y Balzac, su gato, o con una estatua de piedra que representa a Aquiles, unos metros antes de la puerta por donde Alejandra, la guía del lugar, nos condujo para adentrarnos.
En este punto, cuando entramos al comedor decorado con muebles que ostentan entre dos y cuatro siglos de lustrosa vida, es cuando tomamos noción de estar en un universo aparte, mientras nuestra guía avanza señalando cuadros y muebles, recordando fechas y nombres; recapitulación necesaria y asombrosa que rescataremos, acotada, en las líneas que siguen.
Luego de pasar por un pasillo lleno de fotos de presentaciones y recortes de diarios, entramos al Salón de los Retratos, que contiene, como su nombre lo anticipa, más de 80 retratos de antepasados familiares. Florencio Varela, Juan de Garay, e incluso la madre de Manuel, Lucía Láinez Varela, miran desde las paredes de esta gran habitación que cuenta, además, con un pequeño escritorio de campaña que perteneció al mismísimo José de San Martín.
Avanzamos hasta la sala de té, un pequeño cuarto abarrotado de antiguos daguerrotipos, numerosos premios y distinciones donde se repiten las siglas MML, además de varios libros y fotos dedicadas. Eduardo Mallea, Silvina y Victoria Ocampo, Alberto Gerchunoff, Gabriela Mistral o Jorge Luis Borges son algunos de los que dedicaron sus fotografías o libros “para Manucho, con afecto”.
Libros, retratos y dedicatorias se renuevan en el cuarto contiguo, donde se puede ver un retrato de Carlos Alonso o una pequeña acuarela de Xul Solar. Las obras completas de Mujica Láinez están en este cuarto, pegado a la sala que, con solo contemplar, hace que el viaje hasta La Cumbre valga la pena: la biblioteca.
¿Qué es lo que puede hallarse ahí? Una Historia de la magia en francés, por ejemplo; ediciones gigantescas con grabados de Alberti; literatura europea y americana desperdigada por los anaqueles que cubren las paredes de piso a techo. Más, muchos más volúmenes pueblan esta habitación llena de mundos.
El territorio del final
Salimos del Parnaso literario con un hondo suspiro, pero cuando todavía dudamos en pedir regresar por unos segundos, Alejandra nos condujo al segundo piso, donde están el pequeño estudio, un baño y la habitación del escritor. Inesperadamente, la guía partió alegando que debía iniciar un nuevo recorrido en pocos minutos.
Entonces, un nuevo deleite llenó nuestros ojos. Sobre una mesita de madera reposaba una vieja WoodStock, la máquina de escribir con la que el autor de Bomarzo pasaba sus manuscritos en las tardes serranas. Impecable, tiene ese aire doblemente quieto que tienen las cosas móviles cuando no se mueven.
Los minutos se esfumaron ante aquella pequeña recibidora de tecleos memorables. Después, solo quedaba el dormitorio. No queríamos entrar porque allí finalizaba el recorrido, y acaso también porque en ese lecho, todavía acompañado de los últimos libros que Manuel Mujica Láinez estuvo leyendo, fue el lugar donde la muerte acrecentó su cuenta perpetua.
Paradojas de este mundo, salimos del antiguo caserón renovados, llenos de vitalidad y ansias de saber más sobre el escritor, su obra y su vida. Con ansias, también, de escribir.
La casa
La construcción, una clásica residencia de estilo colonial de principios del siglo XX, fue adquirida por el escritor en el año 1968, para instalarse de manera definitiva al año siguiente junto a su esposa, Ana de Alvear. Allí, en el dormitorio del segundo piso –decorado con cuadros de Suhurt, Soldi y Spilimbergo–, moriría Mujica Láinez, el 21 de abril de 1984.
Apenas tres años más tarde, en julio de 1987, la casa se abrió al público tal como estaba en la vida del escritor, para el deleite de centenares de amantes de la literatura o de la vida de este singular y polifacético personaje. Abría sus puertas un enorme cofre lleno de creatividad, de arte, de recuerdos, de vida.
Ya el mismo Manucho lo había expresado: “he acumulado, con algo de nostálgico, algo de coleccionista y mucho de urraca, los testimonios de una larga permanencia en el mundo... las huellas de mis desasosiegos de escritor, de periodista, de viajero... también de antecesores de mi mujer, personajes que atañen a la historia del país, de su política, de su literatura”.
El tesoro
Ese inmenso cúmulo de objetos puede observarse ya en el amplio jardín, cuando nos cruzamos con las curiosísimas lápidas de Cecil, su perro, y Balzac, su gato, o con una estatua de piedra que representa a Aquiles, unos metros antes de la puerta por donde Alejandra, la guía del lugar, nos condujo para adentrarnos.
En este punto, cuando entramos al comedor decorado con muebles que ostentan entre dos y cuatro siglos de lustrosa vida, es cuando tomamos noción de estar en un universo aparte, mientras nuestra guía avanza señalando cuadros y muebles, recordando fechas y nombres; recapitulación necesaria y asombrosa que rescataremos, acotada, en las líneas que siguen.
Luego de pasar por un pasillo lleno de fotos de presentaciones y recortes de diarios, entramos al Salón de los Retratos, que contiene, como su nombre lo anticipa, más de 80 retratos de antepasados familiares. Florencio Varela, Juan de Garay, e incluso la madre de Manuel, Lucía Láinez Varela, miran desde las paredes de esta gran habitación que cuenta, además, con un pequeño escritorio de campaña que perteneció al mismísimo José de San Martín.
Avanzamos hasta la sala de té, un pequeño cuarto abarrotado de antiguos daguerrotipos, numerosos premios y distinciones donde se repiten las siglas MML, además de varios libros y fotos dedicadas. Eduardo Mallea, Silvina y Victoria Ocampo, Alberto Gerchunoff, Gabriela Mistral o Jorge Luis Borges son algunos de los que dedicaron sus fotografías o libros “para Manucho, con afecto”.
Libros, retratos y dedicatorias se renuevan en el cuarto contiguo, donde se puede ver un retrato de Carlos Alonso o una pequeña acuarela de Xul Solar. Las obras completas de Mujica Láinez están en este cuarto, pegado a la sala que, con solo contemplar, hace que el viaje hasta La Cumbre valga la pena: la biblioteca.
¿Qué es lo que puede hallarse ahí? Una Historia de la magia en francés, por ejemplo; ediciones gigantescas con grabados de Alberti; literatura europea y americana desperdigada por los anaqueles que cubren las paredes de piso a techo. Más, muchos más volúmenes pueblan esta habitación llena de mundos.
El territorio del final
Salimos del Parnaso literario con un hondo suspiro, pero cuando todavía dudamos en pedir regresar por unos segundos, Alejandra nos condujo al segundo piso, donde están el pequeño estudio, un baño y la habitación del escritor. Inesperadamente, la guía partió alegando que debía iniciar un nuevo recorrido en pocos minutos.
Entonces, un nuevo deleite llenó nuestros ojos. Sobre una mesita de madera reposaba una vieja WoodStock, la máquina de escribir con la que el autor de Bomarzo pasaba sus manuscritos en las tardes serranas. Impecable, tiene ese aire doblemente quieto que tienen las cosas móviles cuando no se mueven.
Los minutos se esfumaron ante aquella pequeña recibidora de tecleos memorables. Después, solo quedaba el dormitorio. No queríamos entrar porque allí finalizaba el recorrido, y acaso también porque en ese lecho, todavía acompañado de los últimos libros que Manuel Mujica Láinez estuvo leyendo, fue el lugar donde la muerte acrecentó su cuenta perpetua.
Paradojas de este mundo, salimos del antiguo caserón renovados, llenos de vitalidad y ansias de saber más sobre el escritor, su obra y su vida. Con ansias, también, de escribir.