miércoles, 15 de octubre de 2008

Sobre la aversión a las peluquerías

Considero horrendas a las peluquerías. No se explicarlo; alguna experiencia traumática de mi infancia habrá funcionado como detonante para mi repulsión actual. La cuestión es que hoy por hoy no soporto ingresar en esos sicodélicos reductos del último aullido de la moda.
Hay algunas que parecen aceptables, con un peluquero viejito, modesto, esperando en la puerta con las manos en los bolsillos laterales de su chaquetilla, o trabajando prolijamente sobre los bucles siempre rebeldes de una comadrona venida a menos que no se resigna a la pérdida de belleza. Incluso estas barberías más amables me son insoportables.
Como consecuencia de esta mala vibra, hace muchísimo tiempo no asistía a esos palacios del hastío de la imagen. Es por eso que había conseguido, a fuerza de constantes ruegos y promesas monetarias que nunca se cumplirán, convertir a uno de mis amigos, dueño de una antigua máquina afeitadora, en mi coiffeur personal. Claro que sus trabajos no eran grandes decoraciones. Su técnica predilecta era simple y afamada rapada.
Pero algo sucedió en los últimos meses que no me permitió retocar mi modesto peinado. Mi amigo, Justo, terminó su carrera universitaria y partió a otro país a continuar sus estudios, o lo que era lo mismo para él: su vida de juerga.
Es por eso que yo, con un poco de vagancia y otro tanto de menosprecio estético, había dejado que mi cabellera creciera libre, sin ningún tipo de control ni cuidado. Justo había dejado su trabajo y no tenía quien controlara el imparable avance de cada uno de mis minúsculos, ascendentemente desordenados y sucios pelos.
Pero llegó el día en que tuve que decir basta: “Basta”, dije por fin, y me encaminé a la peluquería que tenía más cerca.
Entré al lugar, decorado al estilo minimalista, tan usual en nuestros tiempos. Cuadros con figuras irreconocibles y gigantescos espejos repetían mi desprolija imagen mientras avanzaba hasta el mostrador, donde se desparramaban algunas revistas.
“Que tal, vengo por un corte”, dije al chico que atendía; gruesos lentes, un oscuro mechón de pelo cubriendo oblicuamente el rostro y al menos nueve aros repartidos en la parte visible de su semblante.
Sin quitar la vista de una notebook saturada de calcomanías, contestó.
“Pasá chabón, estoy en un toque”.
Me senté en el primero de cuatro sillones blancos, frente a uno de los tantos espejos. Después de una breve espera, mi nuevo peluquero llegó con las manos detrás de la espalda.
-Qué le hacemos a este menjunje, man.
-No sé, man... quería algo sencillo, una rapada.
-Listo. Aguantame un toque.
Fue y volvió, con uno de esos mantelitos que te atan al cuello para que no te entren pelos, aunque siempre entran. Comenzó a acomodar la maquinita, bastante parecida a la de Justo; donde andarás turro sinvergüenza, y yo acá, con el “man” este...
Debo decir que tiene categoría. En menos de cinco minutos quedé igualito a un oficial del ejército o aun cadete de la federal.
Casi contento me levanté y comencé a sacudirme los pelos de los hombros y los que se escabulleron dentro de la remera, conforme con el corte.
Man estaba de nuevo en el mostrador, tecleando rápido en la notebook.
-¿Cuánto es?, le digo, con una sonrisa chiquita pero sincera.
-Treinta y cinco, man.
Saliendo, a paso lento, pude ver en uno de los espejos la vena hinchada que deformaba mi sien derecha.